Juan Felipe Robledo



JUAN FELIPE ROBLEDO (Medellín, 1968). Estudió la carrera y la maestría de Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá, donde es profesor. Ha publicado antologías de la obra poética de Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, del Romancero español y Rubén Darío, así como prólogos a las obras de autores españoles y colombianos y reseñas y artículos sobre poesía y narrativa. Ganó el premio internacional de poesía Jaime Sabines en 1999, concedido por el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas, en México, con De mañana, publicado en 2000 y reeditado por Planeta en Colombia en 2003. Obtuvo el premio nacional de poesía del Ministerio de Cultura de Colombia en 2001 con La música de las horas, publicado en 2002. En 2010 la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá publicó El don de la renuncia. Han aparecido seis antologías de su poesía: Nos debemos al alba (Golpe de Dados, 2002), Calma después de la tormenta (Colección Viernes de Poesía, Universidad Nacional de Colombia, 2002), Luz en lo alto (Universidad Externado de Colombia, 2006), Dibujando un mapa en la noche (Ediciones Igitur, 2008), Aquí brilla, es extraño, la luz de nuevo (Ediciones San Librario, 2009), Poemas ilustrados (Tragaluz editores, 2010). 



NOS DEBEMOS AL ALBA


Traicionar las palabras,
canjear su peso, su color,
en el sucio mercado de los días
es acto que nos llena de muerte
y ceniza y vago afán.
Ha de ser castigado
con el hierro, la soledad,
el tedio y la miseria.
Nos debemos al alba,
plateros, a la dicha,
y al canto y al remo
y al ensueño trazado en la garganta
y a mañanas sin prisa
en las orillas de un mar que ya no es.
Porque al final todo es olvido
para el que al tráfago su sangre dona,
a la parla chi suona
y a conversaciones con tontos
y mercachifles,
y comete delitos en descampado
con las pequeñas,
las terribles y mansas
y arteras palabras.



LA MANO QUE TE SALVA

Sentir el agua golpeando la espalda,
advertir que la vida se nos va en este suave golpeteo,
que es mucho mejor sentir el chasquido de la manzana en la boca,
su increíble cercanía, su tardo acercarse,
pues ni la biblioteca de Alejandría
o los papiros del viejo Aristarco
serán mejor medicina que la presión de una mano,
el vislumbre de la alegría en esos ojos,
la morosa delectación con que una frase se extiende hasta el infinito.
No hay dicha más definitiva en este gastado mundo sublunar
que el mágico arpegio de unos dedos,
esa compartida manera de evadirse.
Decir con Lezama:
“Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”,
no nos librará del temblor que nos sube por la garganta
cuando recordamos su dichosa manera de estar allí
como lo están la música o el sabor de una fruta
o el juguete que en celebrado día nos dieron
y no habíamos visto en manos de niño alguno.
Ahora, soñar con la lejana, invencible, sagrada Moscú,
no nos hará olvidar el sitio en el cual deseamos
aquello que da fuego a la existencia.